
El cebiche, en cambio, está en el polo de lo natural, metafóricamente cocido con el ácido vegetal del limón, que proviene de ese mismo universo. Será precisamente lo más o menos crudo del pescado lo que le dará su sello de identidad - local o nacional - a la preparación.
El cebiche nos arroja a arcaicas formas de consumo de lo crudo en nuestras costas, a un rumor de olas y extracción marina que se escucha en el calmo yacer de los peces en la fuente. Pero también nos habla de los cruces de tradiciones que imponen un paso más en el tránsito de lo natural a lo cultural.
De igual modo, la calapurca y el cebiche nos aproximan al código de la temperatura, de lo caliente y lo frío. La calapurca es el calor que reanima y da fuerzas para continuar las ritualidades; el cebiche, lo fresco, asociado a veces con las energías sexuales y con la recuperación del cuerpo trasnochado. La calapurca, en ese sentido es doblemente caliente, porque usa lo picante. Algunas veces, también el cebiche promueve una conversación entre lo frío del pescado crudo y lo cálido del ají.
Consumidos o luego de las fiestas, la calapurca y el cebiche marcan algún momento social especial: la primera, ceremonias comunitarias y familiares del mundo mestizo y aymara. El segundo, fines de semana y fiestas como matrimonios y cumpleaños, pero sobre todo después de las celebraciones del Año Nuevo. Esta huella de lo festivo es lo que dota a estos platos de un claro lenguaje de identidad. También lo hace su despliegue en el tiempo, su memoria de arcaicas ocupaciones y gestos humanos nutricios presentes en el manejo de las piedras, de los peces, en esas tierras blancas de sed, ardientes de sol andino.
Nota original del libro "Cocinas mestizas de Chile", de la autora Sonia Montecinos